Cuando estoy con B, a menudo la contemplo y me pongo a pensar: si el tiempo y el espacio son infinitamente divisibles, una flecha que Cupido me lanzara debería, antes de alcanzarme, recorrer la mitad de la distancia que separa al arco de mí, y antes de eso la mitad de la mitad, y antes la mitad de la mitad de la mitad, y así al infinito, de manera que nunca podría completar su trayecto; y si, por el contrario, espacio y tiempo no son infinitamente divisibles, sería posible distinguir en el recorrido de la flecha unidades últimas, momentos atómicos, en cada uno de los cuales ella se encontraría en completo reposo, y entonces no habría movimiento alguno sino una mera suma de inmovilidades; por lo tanto, esa mítica flecha que infunde a los corazones el ardor amoroso jamás podría herir el mío. En cambio, cuando estaba con A no me ponía a pensar, o pensaba otras cosas.
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