viernes, diciembre 15, 2006

Préstamo

Mi cuñado me pidió que le prestara un dinero. Aseguró que se encontraba en graves apuros económicos y que mi ayuda sería su salvación.

En ese momento me di cuenta de que yo estaba soñando. Ahora no entiendo de dónde me vino semejante revelación; sin duda la escena no resultaba inverosímil, porque ya se había dado en repetidas ocasiones durante la vigilia. A lo mejor noté algo fuera de lo común en la atmósfera o en el escenario (una amplia habitación gris, de contornos difusos, desprovista de todo mueble).

El caso es que, sabiendo que estaba en un sueño, me negué al pedido. Con una petulancia innecesaria, le expliqué a mi cuñado:

–Conocido es el carácter irresponsable de los seres oníricos. En virtud de su escasa consistencia ontológica, una vez que han recibido algún préstamo, suelen desvanecerse ante la más tenue brisa, o transformarse sutilmente en otros, sin verificar pago ninguno. Luego el prestador despierta y ya no vuelve a ver a sus fugitivos deudores. O, si por ventura los llega a reencontrar alguna noche, ellos se hacen los desentendidos, hablan de otras cosas y enseguida se escabullen de nuevo entre las sombras.

Él me suplicó que no desconfiara y prometió que unas pocas horas después, cuando ambos estuviéramos despiertos, me devolvería hasta el último peso. No me dejé engañar:

–Supongamos –propuse– que yo te facilitara esa guita. Reconocelo: la mayoría de las veces, el contenido de los sueños cae pronto en el olvido. Si eso mismo sucediere dentro de un rato, como es muy probable, al despertar no me acordaré del asunto y vos podrás estafarme impunemente. Digo más: aun si yo recordare el préstamo, no podré irte con reclamos: dirás que no eras vos quien conversó conmigo esta noche y te zafarás con la excusa de que nadie puede andar haciéndose cargo de las deudas contraídas por su imagen en sueños ajenos; por último, invocarás el nombre de Cadorna y no me devolverás un centavo. Es todo muy vago y por eso –concluí, ya casi gritando–, mi respuesta, repito, es no.

Mi mujer, que nos acompañaba (ahora estábamos sentados en un bar), protestó enfáticamente al oírme. Me increpó con toda libertad, como si supiera que yo aún no había advertido que ella era también parte de la ficción. Intentó convencerme de que su hermano era real: le palmeó ruidosamente el hombro y me invitó a que hiciera la misma prueba. Esa le parecía una demostración suficiente de que él era un tipo de carne y hueso, no una visión engañosa. Repliqué:

–¿Me estás cargando? Estoy dormido, sí, pero no me volví pelotudo. Mi amor: este señor es una figuración del ensueño, y como tal, bien podría parecerle tangible a mi falaz percepción de ensoñador.

La pobre no se dio por vencida. Apuntó entonces otro detalle: antes de pedirme plata, mi cuñado había estado llorando la carta, hablando de su negocio y de las pocas ventas del último mes, relatando pormenores cotidianos e irrelevantes en los que ningún hombre ligero y fugaz debería demorarse.

No sé si ella lo defendía porque era su hermano o porque ambos eran ensoñaciones. El caso es que rechacé, con razón, todos sus argumentos, y persistí en la negativa.

–Si ya tu hermano, el verdadero, es un tiro al aire, ¡calculá cuánto menos fiable puede ser su doble ilusorio! –dictaminé con dureza, como si él, que estaba a nuestro lado, no nos oyera; y en efecto, él no parecía enterarse de nada, absorto como estaba en contemplar el aire.

Es curioso cómo en los sueños, más que en la vigilia, la sucesión de los hechos puede ser caótica e inexplicable. Mi esposa me acusó de amarrete y entonces el diálogo se interrumpió abruptamente cuando todos empezamos a escapar de un japonés que nos perseguía, katana en mano, por unos pasillos angostos. Después quedé solo.

Ahora me causa gracia que en ningún momento se nos ocurriera a alguno de los tres, o mejor dicho, a mí, que el dinero en ese ámbito era también un espejismo efímero, tan inútil para mí como para cualquiera.

jueves, noviembre 23, 2006

Vieja anécdota

Me cuesta creer que don Enrique haya sido alguna vez un pibe. Puedo hacerme una idea de cómo lucía hace un par de lustros, si lo miro entrecerrando los ojos, de manera que una ligera bruma atenúe sus muchas arrugas; pero imaginarlo como a un mocoso de pantalones cortos me resulta totalmente imposible. Yo podría jurar que nunca tuvo menos de 50 y que la calvicie lo acompañó toda la vida. Pero debo dar crédito –me digo– a su propio testimonio: este encorvado anciano, según asegura, contó alguna vez con sólo 11 años. Así pues, no cuestiono sus palabras, por respeto y por temor de que se le ocurra desempolvar algún viejo álbum lleno de fotos amarillentas para exponérmelo con fines probatorios.


De cualquier modo, no consigo evitar que me refiera una "acnédota" de aquella remota infancia. Cuenta el hombre que una vez, en el colegio, durante el curso de 5º grado, la maestra le exigió con severidad que pasara al frente para dar no sé qué lección. El joven Quique se levantó de su asiento y comenzó a avanzar hacia el pizarrón cuando, de pronto, al bajar la vista tímidamente, notó que no llevaba puesto el guardapolvos, que estaba descalzo, que apenas tenía calzoncillos y camiseta: ¡así había concurrido al colegio! ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Contuvo un grito y, sin dejar de caminar, miró a su alrededor, aturdido. Sus compañeros –cosa rara– no reían ni murmuraban, ni siquiera exhibían el menor desconcierto ante la situación; tampoco la maestra. Nadie parecía reparar en la inusualmente escasa vestimenta, o a nadie parecía importarle. De todas maneras y por si acaso, lo más conveniente, pensó, sería guardar las formas y actuar con naturalidad, tratando de llamar la atención lo menos posible...


Dice que no sabe qué pasó después: la cinta del recuerdo se corta en ese punto. Finalmente, mientras se lleva el índice tembloroso a la sien, en un gesto que por lo general le ayuda a recordar, confiesa que ya no sabe bien si todo aquello le ocurrió de verdad.


jueves, octubre 05, 2006

Mitógrafo a la violeta

Intrigado, busqué información sobre ese nombre. Fue en vano: no lo mencionaban Ovidio ni Apolodoro; no figuraba en el libro de Robert Graves ni tampoco en el exhaustivo Diccionario de mitología griega y romana de Pierre Grimal. A pesar de mi curiosidad y empeño, nada pude averiguar, y quedé suspenso preguntándome qué sino fantástico y vertginoso pudo haber llevado a este tal Corifeo a ser partícipe, bajo las identidades más diversas (anciano en Tebas, Danaide en Argos, Euménide en Atenas, y un largo etcétera), de todas las tragedias griegas que hasta el momento yo había leído.

lunes, julio 17, 2006

Chacarera metalera

En los pagos de ande soy,
en Santiago del Estero,
soy una furia demente,
soy paisano metalero.

Cabalgando en mi caballo
cuando cruzo el arenal,
pa' ganarle a las tinieblas
llevo espuelas de metal.

En todas partes me siento
santiagueño hasta los huesos.
La vil globalización
hará que me exploten los sesos.

Chacarera metalera,
repicá en mi corazón,
mientras aúllan en el mundo
guerras, fuego y destrucción.

[Solo de guitarra]

Hei cantar porque no quiero
que me aturda la existencia
el diabólico alarido
del terror y la violencia.

Viditay, vos sólo dame
de una vez tu amor más tierno;
vení y combatamos juntos
la estupidez de este infierno.

Bailemos la noche entera,
revoleando la alpargata.
Los cautivos del sistema
sufren, se hunden y se matan.

(¡Se acaba!)

Chacarera metalera,
repicá en mi corazón,
mientras aúllan en el mundo
guerras, fuego y destrucción.

martes, julio 04, 2006

En un lugar de la web de cuyo nombre no quiero acordarme...

Buenas. Bienvenido sea el que bien viniere.

No sé qué voy a hacer en este espacio que he creado. A lo largo de los próximos posteos iré viendo. Si pueden, ténganme paciencia. Si no, qué se le va a hacer...

¡Salud!