Desde comienzos de 2009, ni bien empecé a tener informaciones sobre el ante-proyecto de Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, aquella posibilidad de establecer una nueva legislación en materia de medios de difusión me entusiasmó muy especialmente. Como fue inevitable por la fuerte reacción adversa que la iniciativa concitó desde amplios sectores, mantuve unas cuantas polémicas alrededor del asunto; en ellas, por lo general, intenté defender el proyecto de muy diversas críticas que se le dirigían de buena o de mala fe.
Trataré, por ahora, de reconstruir y repasar acá algunos de aquellos intercambios, exponiéndolos en un cierto orden temático: empezando por tres debates que en el abordaje del asunto fueron, diría yo, preliminares, y pasando después a la profundización en cuestiones que hacen al contenido de la ley.
Sosteníamos los defensores del proyecto que era necesario reemplazar la
Ley 22.285 de Radiodifusión promulgada por Videla en 1980. Casi nadie se atrevía a poner en duda tal necesidad. Sin embargo, me encontré con una simpática y astuta provocación, a saber: que al Hospital Garrahan también lo hizo la dictadura y que esa no sería razón suficiente para demolerlo. En rigor, según puede leerse en la
página oficial de ese establecimiento, las obras de su construcción comenzaron en 1975; seguramente continuaron durante la dictadura, pero, comoquiera que esto fuese, la objeción mentada sigue pareciendo atendible: atribuye a nuestro alegato el carácter de una falacia
ad hitlerum –o, diría yo,
ad videlam–, es decir, un tipo de falacia
ad hominem consistente en rechazar de modo mecánico todo lo relativo a la última dictadura, dándolo automáticamente por malo.
Aunque es cierto que, expresado a veces con liviandad, nuestro argumento pudo aparecer como una mera falacia, no era tal si se lo exponía correctamente. La ilegitimidad de una ley de la dictadura deriva, no de que es de los milicos, sino de que es un decreto-ley; quiero decir: nuestra impugnación de aquella normativa debía subrayar no propiamente por quién había sido promulgada, sino la irregularidad del procedimiento por el que se promulgó, a saber: la firma, por un gobernante de facto, de un decreto que la puso en vigencia sin que fuera también aprobada por el Congreso (disuelto, se sabe, en aquel entonces). La obra pública aprobada irregularmente puede seguir cumpliendo luego aquellas funciones para las que fue construida u otras distintas; pero en lo que respecta a legislación, y más aun si se trata de normas que atañen a derechos constitucionales como la libertad de expresión, la ilegitimidad de origen parece asunto de mucha mayor gravedad.
Nos objetaba aquí alguno ingenuamente: si esto es así, también deberían siquiera revisarse explícitamente toda una serie de otras normativas sancionadas en aquellos trágicos años y cuya vigencia aún seguimos arrastrando. Nosotros, chochos: ¡por supuesto que deberían! A muchos nos parece urgente, por ejemplo, la sanción de una nueva
Ley de Servicios Financieros que derogue la Ley 21.526 instituida por decreto de Martínez de Hoz –pero este ya sería otro tema, para tratar quizá en otro post.
Lo dicho hasta aquí, sin embargo, parece opacado por otra objeción posible en este punto, que es la siguiente: puesto que la Ley 22.285 había sufrido diversas reformas desde los años '90, en cierto modo se la podía considerar implícitamente validada en democracia. No estoy cierto de que tal afirmación, un poco vaga, pueda ser correctamente fundada, pero tampoco de cómo refutarla; por esto –y sin entrar en el detalle de cuáles fueron aquellas reformas, cómo se hicieron y en posible respuesta a qué intereses privados–, para no afrontar el riesgo de quedar en orsái metiéndome con una cuestión en la que soy profano, yo me limitaría a afirmar que, en cualquier caso, las razones más fuertes para la derogación de la vieja ley y la sanción de una nueva no tenían que ver fundamentalmente con su origen, sino con su contenido.
Quizá en el próximo post pueda exponer con alguna evidencia la vetustez de la Ley 22.285. Por ahora baste como ejemplo de ello la mención de su artículo 96, que establecía que el organismo que regulara la aplicación de la norma (el famoso ComFeR) debía integrar su Directorio con siete representantes, de los cuales cinco correspondían a fuerzas militares y servicios de inteligencia y dos al empresariado mediático; el organismo debía también ser asesorado por la SIDE. Ese artículo siguió intacto hasta octubre del año pasado: desde la recuperación democrática el ComFeR debió ser dirigido por algún interventor nombrado por el Poder Ejecutivo Nacional de turno.
En fin, es quizá discutible si formalmente la antigua ley seguía o no siendo una ley de la dictadura; en cambio, no debería haber dudas de que la nueva, guste o no, es una ley de la democracia.
Otra de las críticas que oímos alegaba la inoportunidad de la iniciativa parlamentaria en pos de una nueva ley de radiodifusión. Se dijo, por ejemplo, que el Congreso no tenía ninguna representatividad tras las elecciones legislativas del 28/6/09 y que, por consiguiente, para tratar el proyecto debía, más bien, esperarse hasta la asunción de los diputados y senadores recién electos.
Opiné y opino, por el contrario, que el Congreso estaba entonces legitimado en los actos eleccionarios de 2005 y 2007, por quienes votamos diputados y senadores para que ocuparan sus cargos durante 4 años, períodos que seguían vigentes; que la democracia tiene sus formas y éstas no rigen o dejan de regir según el gusto de cada uno; que si no hubiera sido legítimo ese Congreso, el Poder Legislativo habría debido quedar prácticamente clausurado durante casi un año, desde mediados de 2009 hasta marzo de 2010, que era cuando empezarían recién las sesiones ordinarias con la nueva composición parlamentaria.
Quizá me equivocara, pero, en todo caso, me pasó como a
J. J. Campanella, quien a partir de la cantidad de veces que proyectos de este tipo habían sido cajoneados en las últimas tres décadas, no tenía ninguna confianza en que el nuevo Congreso siquiera lo tratase. Consideré, como él, que sería mejor aprovechar que la discusión estaba instalada para aprobar por fin la ley, y que a su turno los legisladores entrantes determinarían –o no– su eventual modificación.
Se nos llegó a decir que aquel proyecto de ley no figuraba en la plataforma electoral presentada por el Frente Para la Victoria para las elecciones presidenciales de 2007 y que la iniciativa había surgido como un medio para perjudicar al Grupo Clarín, crudamente adverso al Gobierno nacional, se sabe, desde el conflicto por las retenciones móviles a las exportaciones agropecuarias.
La falsedad de la primera afirmación puede comprobarse con el simple expediente de leer
aquella plataforma; y dado que ésta fue elaborada antes del enfrentamiento con el multimedios, la segunda afirmación queda al menos debilitada por la constatación antedicha. Ahora bien, podríamos sí reconocer, si se quiere, que en caso de no haber existido tal enfrentamiento, el proyecto seguramente no habría sido impulsado con tanto apremio y tan escasas concesiones al multimedios; que al kirchnerismo le convenía sancionar esta ley, porque dispone una mengua del poder mediático del Grupo Clarín, era cosa evidente. Sin embargo, a nuestro entender, la discusión del proyecto debía centrarse en la elucidación de algo mucho más importante, a saber: si la ley era conveniente o no
para el país, es decir, si proponía o no mejoras sustantivas en la regulación de los medios audiovisuales.
Por otra parte, el examen minucioso de
su texto permite apreciar que se trató de un proyecto mucho más elaborado y complejo de lo que pretendía aquel simplismo que lo acusaba de ser sólo un arma anti-Clarín. En efecto, contiene muchas disposiciones que no sólo no implican perjuicio alguno para aquel grupo mediático, sino que incluso reducen la injerencia del PEN en diversos ámbitos, como por ejemplo la dirección y administración de los medios de difusión públicos: al respecto pueden consultarse los arts. 131 y sigs.
En defintiva, ¿la ley es buena o no? Ésta era –y es– la principal pregunta que debía hacerse, y que nos debía remitir de lleno a un estudio cuidadoso de su contenido, acerca del cual tuve también variadas discusiones que quedan para el próximo post.